

La historia de Juan, el hombre que vivía en la calle en Mendoza y murió de frío por no abandonar a su perro
Además, la historia de María, que cumplió su palabra de cuidarlo. El abandono, la impotencia, la solidaridad y la fidelidad, por sobre todas las cosas.
Actualidad01/07/2025 Calchaqui en el Mundo

Por Verónica De Vita
Hace una semana la Iglesia Católica de Mendoza denunciaba que dos personas en situación de calle habían muerto en Mendoza debido al frío. Una de ellas era Juan Carlos Leiva, conocido en una zona del microcentro donde muchos lo ayudaban.
No sabían cómo terminó así, pero no importaba, era cuestión de “humanidad”. Lo hicieron hasta donde pudieron, hasta último momento e incluso después.
Juan tenía 51 años, hace tiempo que dormía en la entrada de un edificio de calle Perú donde había un pequeño techo que lo resguardaba -algo al menos- de las bajas temperaturas.
“Dormía en ese edificio porque tenía techo, verano e invierno, pasaba que solían llamar a preventores y lo sacaban, entonces cuando yo llegaba en la mañana le decía, Juan despiértese que van a llamar a preventores y lo van a sacar”, lo recordó María del Carmen Navarro, una mujer de 60 años que trabaja haciendo la limpieza en un consultorio médico del edificio. Ella, que a diario pone su mayor esfuerzo para llevar adelante su propia vida, fue quien hizo todo lo posible porque Juan recibiera ayuda cuando comenzó a verlo enfermo. Pero sobre todo, no olvidó la promesa que le hizo: no dejó solo al gran compañero de Juan, su perro Sultán, por quien prefería no ir a un refugio porque no lo dejaban ir con él. Fue por lo mismo que le costó tomar la decisión de ir a un hospital cuando su salud falqueó.
Amigo fiel
“El siempre andaba con su perro, hasta que llegó este frío; el 26 de mayo llegué al trabajo, no lo vi bien, estaba con un colchoncito finito y una colchita, con los ojos llenos de lagañas, no respiraba bien, estaba agitado”, relató María rememorando aquellos momentos de angustia.
Dijo que le dijeron de ir al médico pero él no quería dejar a Sultán. Hasta que finalmente el 28 de mayo se decidió a llamar al 911 para que enviaran una ambulancia.
Había pasado más de una hora y no llegaba, eran cerca de las 9 de la mañana y ella se repartía entre sus tareas y bajar a ver cómo estaba Juan. Pasaron unos preventores en bicicleta, los alertó y comentó de la ambulancia que no llegaba. Ellos también empezaron a llamar.
“Yo lo trataba de sentar al señor porque no podía, le decía Don Juan vaya al hospital, yo le cuido el perro, pero no quería por no dejarlo, le dije que yo tengo palabra y me llevaba el perro a mi casa, balbuceando me decía que cómo lo iba a buscar después, él lo único que quería era cuidar al perro”, contó con una angustia que contagia.
“A mi se me caían las lágrimas, les decía que estaba helado, con una colchita finita sobre una colchoneta también finita, el perro tenía tres sacos puestos, pero él no tenía medias y usaba un pantalón de verano, tenía los pies y manos congeladas; así que yo me saqué mis medias y se las puse”, siguió Maria con su relato.
E hizo referencia al rechazo que sintió que sufría el hombre por su condición: “Los preventores decían que esa gente cuando los ven en la calle los insultan y yo lloraba y les decía que la Biblia dice ‘que lance la primera piedra el que esté libre de pecado’, yo no sé qué ha hecho él en la vida, esto se hace por humanidad”.
Luego llegó la ambulancia, dijo que la médica no quiso llevárselo, que le diagnosticó catarro y que debía ir al hospital. Maria y otras vecinas que ayudaban ante la situación le explicaron que no era tan fácil. Una de ellas le pidió a la médica que por favor le indicara qué medicación necesitaba, que ella la iría a comprar, pero la doctora le dijo que en la ambulancia no se hacían recetas.
Sin familia
Finalmente, Maria lo convenció, le prometió cuidar a Sultán en su propia casa y él aceptó ir al hospital Central.
“Le dije que me esperara en Rivadavia y Belgrano, donde él se sentaba, en toda la mañana lo fui a ver 4 veces, se caía para el costado, se dormía, estaba congelado”, prosiguió la mujer. Es que Valle, una conocida, podría ayudarla a trasladar el perro hasta su casa a las 14 y también aceptó acercar a Juan en su vehículo hasta el hospital.
Cuando se bajó en dirección a la entrada, Sultan no paró de llorar, la fidelidad era mutua.
Maria lo acompañó, no quería dejarlo. En el ámbito hospitalario comenzó otra historia. Primero le pedían el DNI, Juan no lo tenía, pero finalmente lo aceptaron porque recordaba el número.
Luego le dijeron a Maria que no podía acompañarlo, que debía ingresar solo. Y allí lo dejó, sentado en una silla de hospital, le dijo que se quedara, que no se fuera
“Caminé tres metros, le dije ‘que Dios me lo bendiga’, sus últimas palabras fueron “cuideme el perro”, recordó. “Yo tengo varios animales recogidos de la calle, le puse una casita y le traje el colchón sucio de Juan, para que no lo extrañara y a mis otros perros y gatos los tuve encerrados para que no hubiera problemas, todo lo que era suyo lo lavé y se lo dejé listo en su bolsito para cuando volviera”.
Al día siguiente fue a su trabajo rogando que no estuviera en la puerta del edificio, pensaba que no estuviera pasando frío, que no lo hubieran echado del hospital. No estaba.
Conocía una médica en el hospital y le pidió que averiguara: así supo que estaba en terapia intensiva, grave.
Pero en los hospitales no dan información si no se es familiar, así que cada vez que preguntaba era rechazada.
Pudo saber que Juan tenía un hijo que también estaba en situación de calle y decidió buscarlo. Fue a la plaza Almirante Brown, cerca del hospital, preguntó a las personas que viven allí y le dijeron que no sabían nada. También fue a consultar a quienes viven en la plaza Independencia, les pido que si sabían algo le dijera a la persona que se comunicara con ella. Volvió muchas veces porque pasa por la plaza para tomarse el colectivo para volver a su casa. No tuvo noticias.
Finalmente, tanto insistir logró hablar con un médico de terapia que le dijo que su cuadro era muy delicado, tenía Epoc, neumonía y un problema cardiaco. Dejo su telefono. Luego le dijeron que sería trasladado al hospital Scaravelli de Tunuyán, Maria cree que al no tener familia no había impedimento de llevarlo lejos. Pero ella no podría ir a verlo, no tiene vehículo ni puede costear el traslado.
“Llame al hospital Scaravelli a ver si me daban información y dijeron que no podían si no era pariente, les rogué y me dijeron que estaba mal, les expliqué que no había familiares, que no los encontraba, que cualquier cosa me llamaran”, narró la mujer.
“Estaba trabajando el miércoles 4 de junio y a eso de las 11 de la mañana me llaman de Tunuyán, me preguntaron si era familiar, les dije que sí, me dijeron que el señor Leiva había fallecido a las 9 de la mañana, me dio mucha tristeza , murió allá, solo”.
Promesa cumplida
Señaló que desde áreas del gobierno han argumentado que Juan no quería ir a un hogar, pero contó que no lo dejaban entrar con el perro, o que cuando se lo habían permitido le habían pegado. Incluso contó que él mismo recibió golpes y a veces, cuando iba, aparecía con moretones. También Maria cuestionó el accionar de la médica de la ambulancia: “Habría que hacerle un juicio”, apuntó. Ahora, dice que el cuerpo de Juan cree que sigue en Scaravelli, a la espera de que disponga el gobierno porque no aparecen familiares. Ella sigue esperando alguna noticia del hijo de alguna calle de la Ciudad.
“Hay que contar esta historia porque dio la vida por su perro, era su compañero de vida, el que le daba amor, da mucha bronca”, dijo Maria. Al hacerlo comparó la actitud que tiene otra gente con más recursos con los animales y dijo que una costosa camioneta pasó cerca de su casa y tiró como si nada una gatita. Ella la levantó y ahora vive en su casa. Juan no tenía nada, pero tenía un amigo y valores.
Varios pudieron darle una mano a Juan. A veces sacaba cosas fiadas de un kiosco de calle Rivadavia, y un vecino, Mauricio, iba por su cuenta y las pagaba.
Maria cumplió su palabra, tuvo varios días a Sultán en su casa pero hubo que buscarle familia, ponerlo en adopción. Y entonces apareció la familia dueña del kiosco, lo conocían desde cachorro porque andaba por la zona. La hija de los dueños le abrió las puertas de su casa al amigo fiel de Juan para que la historia tuviera al menos una parte de final feliz. Ahora tiene techo, abrigo, comida y amor. Duerme en uno de los sillones con un abriguito azul para pasar estos fríos. “Le dije a Juan que estaba cumpliendo la promesa de que Sultán tuviera un buen hogar”, afirma María.





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